Con el cincuenta
aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II (1962-1965) y la
celebración del año de la Fe, se impone una reflexión en voz alta.
En primer lugar, a
cincuenta años vista, parece que ha cumplido uno de los objetivos
principales que marcó el Papa Juan XXIII al anunciar su
convocatoria: la puesta al día (aggiornamento)
de la Iglesia en su nuevo modo de hablar al hombre contemporáneo,
con una intención pastoral y la apertura al mundo a través de un
modo dialógico y no condenatorio.
La
puesta al día ha generado una nueva forma de entender la Iglesia
para la gran mayoría de los católicos, e incluso podemos decir que
ha dado a luz una nueva Iglesia, a pesar de la voluntad de hacer del
Concilio un concilio pastoral,
es decir, que no tuvo la voluntad de definir nada y que en la
formulación de sus Constituciones, Decretos y Declaraciones carece
de la forma jurídica de exposición y cánones subsiguientes de los
concilios precedentes. Por tanto, nada nuevo en su contenido, sino en
su aplicación. Sin embargo, en varias ocasiones los actores del
concilio, entre ellos el entonces cardenal Ratzinger, teólogo
personal del Cardenal Frings en el concilio, afirmaron que supuso "el
1789 de la Iglesia" y que textos como Gaudium et Spes,
sobre la Iglesia en el mundo, eran un verdadero "anti-Syllabus",
refiréndose a la condenación de los errores de la modernidad o
"modernismo" por los papas Pío IX y san Pío X. Textos
como el citado y otros como Nostra Aetate
y Lumen Gentium así
lo corroboran.
Así
las cosas, nos encontramos ante un auténtico proceso constituyente y
no ante un simple acontecimiento pastoral.
Es verdad que nuestro país tiene unas peculiaridades que retrasaron
la aplicación del concilio hasta prácticamente la época de la
Transición, pero eso no quiere decir que no se haya implantado.
Este
"1789" en el seno de la Iglesia responde a los estándares
de un proceso revolucionario típico, con sus diversas fases,
ejecutado en tiempo récord comparado con los dos siglos que necesitó
la célebre Revolución Francesa para asentarse:
-1)
Preparación. Es sabido que desde mucho antes del Concilio, ya desde
finales del siglo XIX -al menos claramente, si no antes-, la
estrategia de los herejes fue la de permanecer en la Iglesia a toda
costa, para constituir una "quinta columna", que desde
dentro fuera desgastando la vida y doctrina de la Iglesia con ataques
casi imperceptibles pero constantes, inyectando la secularización en
pequeñas dosis. Tales fueron por ejemplo los intentos de atraer a
católicos desprevenidos pero entusiastas a las reuniones ecuménicas
y a los movimientos de acción social nacidos en el Protestantismo
como "Rearme Moral", condenados por el Papa León XIII, o
los primeros católicos llamados "liberales" por el Papa
San Pío X al condenar el movimiento de la Democracia cristiana en
Francia "Le Sillon". En el plano doctrinal, el mismo Papa
condenó en la Encíclica "Pascendi" y en el decreto
"Lamentabili" la introducción en algunos seminarios de
filosofías modernas que acusaban a la Escolástica de estar
anticuada y de ser inservible como método. Aún así, la mayoría
del pueblo cristiano permanecía ajeno a estos embates y conservó la
fe íntegra.
-2)
Proceso revolucionario. Durante el llamado "breve" siglo
XX, las fuerzas se dirigen a transformar la teología según esos
parámetros: Pío XII habrá de intervenir para condenar la Nouvelle
Theologie, asentar la doctrina del pecado original y la gratuidad del
orden de la gracia en la encíclica Humani Generis (1950). A pesar de
sus esfuerzos, brotan con más fuerza que nunca corrientes que van en
la dirección contraria: autores como Teilhard de Chardin, Karl
Rahner, Henri de Lubac, Daniélou o Hans Urs von Balthasar se
convierten en paladines de una supuesta nueva vitalidad del
pensamiento teológico, so capa de libertad de investigación, y
aunque entre sí divergen en sus posturas, tienen en común la
voluntad de crear un nuevo "marco de referencia" para los
católicos en sus creencias, su moral y su vida. Cuando Juan XXIII
convoca el Concilio, el ambiente estaba preparado aprovechando la
pujanza de una situación histórica hirenista (optimismo exagerado),
con una esperanza puesta exclusivamente en los mesianismos terrenales
y la efervescencia de una generación que rechazó las instituciones
seculares creadas por la civilización cristiana, como la familia o
las tradiciones precedentes. Este ambiente tenía especial presencia
entre la juventud centroeuropea y anglosajona, y menos en los países
latinos y sudamericanos.
En el
Concilio se vio que precisamente los Obispos centroeuropeos,
constituidos como "la Alianza europea" (Conferencias
episcopales alemana, holandesa , francesa y austríaca, entre otras)
tenía un plan estratégico para tomar los puestos de dirección
mediante un dominio aplastante, usando la protesta asamblearia y los
medios panfletarios, pues como se vio después, llegaron a imprimir
un millón de folletos informativos para los más de dos mil Padres
conciliares tratando de influir en su voto al redactar los textos. De
este modo lograron cambiar el sistema de mayoría de voto y deponer
la Comisión Teológica propuesta por el Papa, que formaban los
cardenales de la curia romana en su mayoría. En medio, toda una
historia de desatenciones y desaires a las proposiciones y protestas
del grupo de Padres conservadores, menos organizados y con menos
medios económicos.
-3.
Proceso constituyente. Es el nuevo marco de referencia para la
Iglesia a partir de entonces. Son los nuevos textos (Documentos,
Decretos, Declaraciones) del Concilio. De cómo se redactaron se
infiere que la división era grande; la Dei Verbum, constitución
dogmática sobre la Divina Revelación, como botón de muestra, tuvo
nada menos que nueve redacciones. Pero la maquinaria de la Allianza
europea se impuso y para la conclusión del concilio se había
consumado el proceso constituyente. Una revolución en toda regla se
mostró imparable en los primeros años del posconcilio y fue mucho
más allá de éste, produciéndose defecciones en masa de
sacerdotes, religiosas, aberraciones litúrgicas, manifestaciones
callejeras y parroquiales contra la jerarquía y un largo etcétera.
Cuentan que el cardenal Quiroga Palacios, de Santiago de Compostela,
murió del disgusto poco tiempo después de que unos seminaristas pro
comunismo le recibieran en la puerta del seminario con petardos e
insultos en 1971.
-4)
"Segunda República" de la era "imperial" de Juan
Pablo II. A semejanza con la obra de Napoleón, Juan Pablo II encauza
y estabiliza, le da forma, a la nueva Iglesia salida del Concilio,
que, después del período agitador, entra en otro sosegado, pero no
menos revolucionario. Su liderazgo mundial bien recuerda a aquel
proyecto que el mismo Napoleón explicaba:
"Cuando
restablecí los altares, cuando protegí a los ministros de la
religión como merecen ser tratados en todos los países, el Papa
hizo lo que le pedí: apaciguó los espítitus, los reunió en su
mano y lo puso en la mía...El Papa me conservó en el exterior del
Catolicismo, y con este prestigio y mis fuerzas en Italia, no
desesperaba, tarde o temprano, por un medio u otro, de llegar a
dominar al Papa, y conseguido esto, ¡qué influencia y qué palanca
de opinión sobre el resto del mundo! Yo tenía mi plan y él no lo
conocía...Todos mis grandes proyectos se habían cumplido bajo el
disfraz y el misterio. Yo iba a elevar al Papa desmedidamente, a
rodearle de pompas y homenajes, hubiese hecho un ídolo de él,
hubiese permanecido a mi lado, París se hubiese convertido en la
capital del mundo cristiano y yo hubiese dirigido al mundo religioso
igual que al político"
(Memorial de santa Helena,
T. V, pgs. 384-401, citado por Jean Ousset, Para que Él reine, p.
225-226).
-5).
"Restauración" de Benedicto XVI. A pesar de dar pasos
importantes como el Motu Proprio Summorum Pontificum, el Papa ha
subrayado la plena vigencia del Concilio como el único camino para
la renovación de la fe en el seno dela Iglesia. en el aspecto de
gobierno ya vemos que no ha tenido tino en sus nombramientos
curiales. Pero la revolución sigue, nos vemos abocados a una
situación de hecho insostenible por mucho tiempo y a la lucha cada
vez más clara de aquellas dos posiciones que un día se enfrentaron
en el curso del concilio, aunque con los matices propios de una nueva
época: por un lado, los "conservadores" representan una
nueva ortodoxia, la ortodoxia del Concilio, los que pertenecen a la
hermenéutica de la continuidad , que
creen en la no -ruptura del Vaticano II y reniegan de la Iglesia
histórica. Reivindican el estar en sincronía con el mundo moderno,
formados por los nuevos movimientos y asociaciones de seglares
bendecidas y promovidas por Juan Pablo II; por otro, los católicos
que profesan la doctrina de siempre o "tradicionalistas",
una parte testimonial aunque con mucha vitalidad, a pesar de sus
grandes dificultades, críticos con la doctrina conciliar y en el
lado opuesto, los que quieren aplicar el concilio en sentido
regenerativo de la Iglesia: llevar a su término lo que se comenzó,
llevar a cabo las reformas que todavía faltan (abolición del
celibato, ordenación de mujeres, iglesias asamblearias, etc.) para
culminar el proyecto. Por último el pueblo despistado, víctima de
la secularización, que todavía pulula por las iglesias-un
catolicismo sociológico cada vez más decadente, en el caso de
nuestro país-, que concibe la Iglesia como una realidad unívoca
donde siguen mandando los jefes, existe una fe muy religiosa y
funciona todo como un reloj, aunque en el fondo no parece que le de
mucha importancia a nada. Hay que reconocer que la Televisión,
emitiendo los grandes actos (sobre todo con la juventud) del Papa, ha
contribuído a crear este mito, creído a pies juntillas por el
pueblo no avisado. Vestigiis hostis absistent, han
perdido el rastro del enemigo.